miércoles, 23 de diciembre de 2009

Movida 64: Rimembar (III) Yess!


Y seguimos.
Los chavales de los 80, además de haber sido nacidos en una década sepultada por un alud de caspa en forma de cardados y hombreras, tuvimos una carencia propia de esos tiempos de transición: el ocio juvenil e infantil.
La gente estaba tan pendiente de instaurar la democracia que se olvidó de lo más importante: entretenernos.

Sí, porque nacimos lo suficientemente tarde como para jugar a atarles latas en la cola a los perros (¿?) y demasiado pronto como para grabar y colgar vídeos en YouTube antes de llevar a cabo una masacre en el instituto.
Además, Sabrina no salía tanto ni tantas veces por la tele como para darnos vidilla, Kung Fú era un coñazo (lo más entretenido que hizo Carradine, excluyendo Kill Bill, fue morirse ahorcado en pelotas) y Juego de Niños NO era un programa para niños, sino un programa en el que “los mayores” se reían DE los niños.

Desatención total, ya digo.

En medio de un océano de hastío nos encontrábamos cuando, de pronto, los japoneses se descuelgan con la madre de todos los inventos habidos y por haber: LA VIDEOCONSOLA.

Un instrumento mágico que encantaba a pequeños y preocupaba a grandes por partes iguales (¿cuántas madres creyeron que sus hijos sufrirían terribles ataques epilépticos y se volverían –aún más- gilipollas por jugar “a la maquinita”?) que tenía todo lo que necesitábamos: muñecos de colores saltando y repartiendo mantecaos por doquier. La bomba, macho.

Pues eso, que vino el señor Nintendo (si leéis en la Wikipedia la historia de la empresa seréis mucho más sabios, acertaréis la respuesta quince del 50x15 y os haréis ricos, en el hipotético caso de que participéis, lleguéis a la última ronda y os pregunten esto; claro) y puso a disposición de quien tuviese un poco de sucio dinero su cacharrito de 8 bits.

Hasta aquí, todo bien. Peeeeeeeero, hete aquí que en mi casa siempre fuimos más de bocadillo en vez de bollazo para la merienda y de sentarnos a hacer deberes en vez de “echarnos un vicio” en la tele. Una mierda como el Empire State de grande, vaya.

Total, que, después de dar mucho el coñazo, cuando el resto de la humanidad se sobaba el lomo al ritmo del Street Fighter II en la SuperNintendo o se arrancaba la cabeza con el Mortal Kombat de su MegaDrive, conseguimos tener la versión digamos… “alternativa” de la NES: la YESS! (supongo que el nombre estaría inspirado en lo que gritábamos los niños atrasados tecnológicamente cuando, por fin, podíamos jugar a algo distinto del parchís). Y es de esta consola de consolación de la que yo puedo hablar porque, por desgracia, no conocí ninguna otra hasta hace pocos años (SFX: Oooooooooohhhh…).

Mi Yess! (nuestra Yess!, porque era a medias con mi hermana) costó 5.000 pesetillas y ya desde la caja prometía grandes momentos de diversión en forma de aviones muchísimo más realistas de lo que la tecnología podía ofrecer en aquella época, estrellas multipicos, tipografías varias y un juego incluido.

Y llegamos a casa con la bestia. Enchufose todo lo enchufable y a darle leña al mono.
Diez minutos después estábamos artos del juegucho cacoso. Había que tomar una decisión.
Sin más dilación, nos hicimos con un cartucho (antes, además de para tirar al pichón, los cartuchos también servían para jugar) que contenía ¡¡200 juegos!! (luego ya vimos que era mentira. En realidad venían, como mucho, veinte juegos diferentes repetidos pero empezando en cada versión en una pantalla distinta. Un timo, pero ¿qué podíamos esperar de una compañía que había burlado las normas de copyright de Nintendo? ¿Honestidad? Claro que no).

Eso ya era otra cosa: Mario Bross avanzando por infinidad de escenarios, tanques disparando píxeles a otros píxeles que pretendían ser enemigos, juegos de hockey sobre hielo, naves espaciales, el “trepidante” Pacman… de todo. ¡Y rápido! Porque tú querías jugar y sólo tenías que encender la tele-coger el juego-meterlo-ver que no iba-sacarlo-pegarle cuatro soplidos-volverlo a meter-darle al botón de inicio-elegir-apretar la tecla Star del mando-luego al Select (que por aquel entonces servía para algo. En las consolas modernas aún está pero en plan vestigio, como el apéndice o las muelas del juicio)-ponerte “tó loco” y, si te mataban y te mosqueabas, pulsabas el Reset y aquí paz y después gloria.

Y así hasta que parabas porque “la consola estaba muy caliente y se podían derretir los juegos”. Cualquier cosa antes que reconocer que tenías los ojos fritos y los pulgares como bombonas de butano.

La leche en bote, tú.

P.D.1 Ahora muchos de vosotros (y yo mismo) comprenderéis en qué empleasteis todo el tiempo libre de vuestra infancia y por qué actualmente ni sabéis tocar la guitarra, ni mecanografía, ni kárate, ni habéis llegado a jugar en primera división, ni nada.
Eso sí, cómo algún día se valore en las entrevistas de trabajo el haber llegado al nivel 25 del Tetris, se caga la perra.

P.D.2 ¡Feliz Navidad! Y que el año que viene la cosa se apañe un poco para que estéis más contentos y me ayudéis a cumplir una de mis ilusiones más ilusionantes (véase la movida 43).

Cuídense, amig@s.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Movida 63: una vez en la arradio...

Los más viejos en el lugar ya conocéis mi afición por la radio y el control sobre sus líderes de opinión (movida 41) pero, la mayoría, no sabréis que yo también tuve mis propios dos minutos de gloria hace un par de años.
Os cuen:

Resulta que antes, no sé si aún dura, en La Ventana (el programa que emiten en La Ser de 16 a 19 horas) había una sección que se llamaba "La Ventana de Millás". En esta sección, que conducían a dos voces Gemma Nierga y Juan José Millás, proponían de una semana para otra un tema sobre el que los radioyentes (que les viniera bien) podían escribir un relato corto, enviarlo y, si la cosa les molaba, esperar sentados a que lo leyesen en antena. Vale, guay.

Total, que di tú que estaba yo "al loro" (esta expresión mola infinitamente más que un lince y también está en peligro de extinción. ¿Por qué nadie hace nada por protegerla?) cuando dijeron que el tema a desarrollar era "Los Costureros" y me acordé de una cosa que se me había ocurrido hacía tiempo.

Cogí el ordenador, le di un poco de forma a la cosa (con un resultado un tanto moña, he de reconocer) y lo mandé. Pasados siete días... ¡tachín, tachín!... ¡lo leyeron!

¡Les gustó y lo leyeron!
¡Subidón! ¡Subidón!

P.D. El programa tiene unos 600.000 oyentes, dentro de los cuales, eran conocidos míos: 0
Jo...


LA COSA (el camino me pareció interesante y resultón para que fuese algo diferente a los demás, el resultado, ya os he dicho antes, quedó un poco cursi. Aún así, coló):


¿POR QUÉ SONRÍEN LAS DANESAS?

Hace ya un par de veranos, en Benidorm, conocí a una joven danesa.
Ella era rubia, tenía la piel de un color entre rosa y rojo y hablaba raro.
Hasta aquí, todo normal.
Lo que no lo era tanto, o al menos a mi no me lo parecía, era que siempre-siempre estaba sonriendo.
¿Por qué? No había motivo.
Dejé de verla, pasó el tiempo, y, de repente, un día, sin buscarlo, comprendí:
Los daneses son famosos, sobre todo, por sus galletas, esas que vienen dentro de una cajita metálica azul.
¿Y para qué sirven estas cajas cuando mis tías se las comen todas?
¡Ahora lo entendía todo!
Ella sonreía por nosotros. Sabía que, gracias a sus cajitas de galletas, todas nuestras mamás encontraron un lugar donde guardar los hilos, alfileres y tijeras y liberar sus manos para educarnos y cuidarnos y hacernos capaces de inventar este país en el que ahora a ella también le tocaba vivir.
Por eso, ahora, cada vez que mi madre saca la cajita para arreglar unos calcetines o los bajos de los pantalones que mis hermanas se empeñan en arrastrar por el suelo, me acuerdo de porqué sonríen las danesas.