
Muchos, muchos años después de que los hermanos Lumière estirasen la pata…
Muchos, muchos años después de que el sonido y el color llegasen al séptimo arte…
Muchos, muchos años después van los de Exin y se pasan por el forro todos los avances y sacan el artilugio que, seguramente, ha convertido a Alejandro Amenábar en lo que es.
Van los de Exin y sacan el juguete definitivo:
EL CINEXIN.
Como sabréis todos los que fuisteis niños de bien, el CinExin (compuesto por la palabra Cine, que quiere decir
cine, y la palabra Exin, que quiere decir
Empresa juguetera que vendía también las construcciones de castillitos) era un ¿juego? compuesto por un pequeño proyector que tú mismo tenías que hacer funcionar con una manivela (así nos fueron introduciendo en el concepto Ikea, quijosdeputa) en el que se reproducían cassettes de Super 8, que se vendían por separado, con los fragmentos más chungos de largometrajes de animación tipo Los Pitufos, Mickey Mouse o Astérix.
El cacharro tenía múltiples ventajas. Concretamente, tres:
Podías ver las pelis cuando tú querías (años después, YouTube basó su negocio en esto).
Podías reproducirlas hacia atrás o hacer graciosos juegos de adelante/atrás/adelante/atrás (¡creando escenas verderonas donde antes no las había!)
Al ser cine mudo, podías hacer doblajes aún más graciosos que las ya de por sí graciosas reproducciones adelante/atrás/adelante/atrás (Florentino Fernández empezó así. Me apuesto dos peniques).
Y, eso sí, una clara desventaja: era peor que cine mudo.
Porque si simplemente no se escuchase nada, pues bien. Pero el trasto se ve que tenía que cumplir la función de intermediario entre la carraca y la PlayStation y hacía un ruido horrible que, además, emitía en una frecuencia que, por el motivo que fuese, era especialmente audible y molesto para los padres. Lo que limitaba sobremanera las horas de proyección (la sesión golfa era impensable).
Por otro lado, y formando un todo, estaba la caja.
Que, además de refugiar a la bestia, hacía la función de (¡tachán, tachán!) pantalla de proyección. Sí. Tú la dejabas abierta y podías ver la pinícula (o flín) sobre ella.
Eso, claro, en teoría, porque la realidad era que no había Dios que consiguiese colocar el cacharro a la altura y distancia perfecta para que todo cuadrase a las mil maravillas. Al final, casi siempre, se optaba por una pared (con gotelé) o por tu propio culo (¡Eh, mira, tengo un pitufo en el culo!). La risión.
Para terminar con la caja, diremos que la decoración externa corrió de la mano del mismo maestro imitador de personajes Disney que hace los frisos de las pistas de coches de choque de todas las ferias españolas.
Y así pasaban las tardes de los años 80…
Mientras los mayores veían en la tele caer el muro de Berlín, nosotros nos partíamos el ojete proyectándonos dibujos animados en el ídem.